Un creyente que murió hace tiempo, a la edad de 94 años, nos contó un suceso que ocurrió en Escocia en una época de gran pobreza. Una anciana oraba en su pequeña casa pidiendo al Señor que le mandara pan. Unos muchachos que pasaban por allí la vieron arrodillada y se acercaron para oír lo que decía. Entonces se les ocurrió ir a la aldea y comprar un gran pan; luego subieron al techo de la choza y lo arrojaron por la chimenea. Cuando la mujer oyó caer el pan, se levantó, lo tomó y lo puso sobre la mesa. Luego volvió a arrodillarse y agradeció a Dios por haber oído su oración. Fuera, los muchachos no querían renunciar al reconocimiento de su «buena obra» y gritaron en alta voz: –¡Abuela, no fue el Señor, fuimos nosotros! –No, no, repuso ella, el Señor me lo mandó, aun cuando fueron ustedes quienes me lo trajeron. Tenía razón, Dios impulsó a los muchachos a obrar, aun cuando no lo entendieron. Los milagros que Dios hace rara vez son de índole sobrenatural. Sus medios son ilimitados y a menudo emplea a personas que no tienen ni idea de que son su instrumento en ese momento. También utiliza circunstancias que muchos llaman casualidad. Sólo a quienes viven con Dios y le confían todo, se les abren los ojos. Así pueden agradecerle por su intervención, y la gratitud enriquece interiormente al ser humano más que cualquier riqueza material. Bendito el Señor; cada día nos colma de beneficios Salmo (68:19).