Uno de los mayores enemigos de la vida cristiana es el orgullo, sobre todo cuando se alcanza nuevos niveles de autoridad en las tareas o ministerios.
Una vez leí en un libro
una historia. El autor estaba contando un sueño que había tenido, en el que se
veía vestido con una armadura resplandeciente. Era impresionante, tan preciosa
y brillante que reflejaba por todos lados la luz del sol, impidiéndole ver con
claridad.
En ese momento, alguien
le acercó un manto viejo, hecho de un material muy sencillo. Claramente, ese no
parecía ser el manto idóneo para una armadura tan gloriosa, pero al ponérselo
por encima, se dio cuenta de que los reflejos del sol habían desaparecido, y
que podía ver perfectamente de nuevo. De alguna manera supo que se trataba del
“manto de humildad”, y que no había otro manto que pudiese compararse con él,
porque representaba la gracia de Dios sobre su vida.
Cuando crecemos, una de
las tácticas del enemigo es cegarnos con los reflejos de nuestra propia
vanagloria y orgullo, para que pongamos los ojos en nosotros mismos en lugar de
en Jesús. Hay tantas personas que se han desviado y que han caído en desgracia
debido al orgullo. Es un enemigo sigiloso, pero letal, que empieza cegando a
las personas en pequeños detalles, y de ahí se extiende hasta distorsionar su
visión de las cosas, produciendo soberbia, falsa humildad y todo tipo de
conductas erradas en sus vidas.
La Biblia dice: “Dios resiste a los soberbios, y da
gracia a los humildes” (Santiago 4:6).
La humildad es la que te da acceso a la gracia de Dios para que puedas llevar a
cabo el llamado que Él te ha dado sin caer ni desviarte. Es demasiado
necesaria.
No te quites nunca el
manto de humildad. Llévalo contigo siempre. Tu pureza de corazón y
tu humildad sincera te permitirán tener siempre una visión clara de los pasos
que tienes que dar, y para que puedas así resistir los ataques del
enemigo.
Bendiciones.