Texto Bíblico:Juan 3:1-21. La conversación de Jesús con Nicodemo produjo lo que, probablemente, llegaría a ser el versículo más citado de la Palabra: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.» No es nuestro propósito, en este estudio, analizar la profundidad del sentido de esta declaración. No obstante, debemos notar, al pasar, que capta la esencia del corazón del Padre. Su corazón se mueve por amor, pero no es un sentimiento sino una acción: viendo el estado del mundo, envió a su único Hijo para ofrecer una salida. No podemos entender el grado de sacrificio que significó para Cristo dejar los lugares celestes y convertirse en hombre. Nos basta con afirmar que tuvo que hacer a un lado lo suyo para beneficiar a un pueblo que no estaba pidiendo ayuda, ni tampoco estaba interesado en ser rescatado. El versículo revela que Dios es misionero. Es decir, ve una situación donde existen las tinieblas, el desorden y la muerte y se siente impelido a intervenir. No es un observador pasivo, ni tampoco se limita a lamentarse de lo terrible que es el avance del mal entre los hombres. En nuestro medio, donde existe tanto acceso a imágenes e información de las más terribles situaciones en el planeta, con frecuencia nos sentimos invadidos por la indiferencia o la impotencia. El Padre siempre actúa, porque de no hacerlo estaría negándose a sí mismo. ¿Leyó el resto del pasaje? Cristo claramente señala otro aspecto del corazón misionero de su Padre: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (17). El Padre, que es generoso y amplio para perdonar, tiene como objetivo la salvación de aquellos que están en tinieblas, no su condenación. No deja de sorprenderme, sin embargo, cuán implacables somos con los que andan en pecado. El otro día escuchaba a un cristiano que, leyendo de la captura de un conocido delincuente, opinaba que «con este, lo único que se puede hacer es pegarle un tiro». ¡Cuán alejados parecen estar estos sentimientos del corazón compasivo y misericordioso de nuestro buen Padre celestial! Él jamás ve como bueno el pecado, pero sí ama a los que están atrapados en pecado. La iglesia, no obstante, ha sido a veces el instrumento de las más violentas persecuciones contra aquellos que no se ajustan a los parámetros divinos. Cristo señala que estas actitudes son irreales. ¡Las tinieblas odian la luz! No podemos esperar de las tinieblas otra conducta a la que es conforme a su naturaleza perdida. De nosotros, sin embargo, se espera que seamos «bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos unos a otros, como Dios también nos perdonó a nosotros en Cristo» (Ef 4.32). «Padre, sospecho que nuestra condena hacia los demás refleja nuestra frustración con el pecado que habita en nosotros. Ablanda nuestros corazones. Danos un espíritu tierno y bondadoso para con nuestros pares, para que otros perciban en nosotros tu invitación a pasar de tinieblas a luz, de muerte a vida. Amén.» Producido y editado por Desarrollo Cristiano Internacional para DesarrolloCristiano.com. Copyright ©2007 por Desarrollo Cristiano, todos los derechos reservados.