Cada primer día de la semana los redimidos pueden congregarse para hablar del amor de Dios y manifestar, al estar juntos alrededor de la mesa del Señor, la verdad de que son un cuerpo. El día de Pentecostés, mencionado en los Hechos de los Apóstoles 2:1-4, Dios llamó a la existencia a este cuerpo al derramar el Espíritu Santo sobre los creyentes; así produjo una maravillosa unidad entre ellos y su Señor. Cristo es la cabeza de este cuerpo, y nosotros, los redimidos, somos sus miembros. Nada ni nadie podrá quebrantar esa unidad. Todos sabemos que hoy en día la unidad de los hijos de Dios ya no es humanamente visible, esto por la dispersión tanto geográfica como eclesiástica de los creyentes. Pero cuando estamos reunidos alrededor de la mesa del Señor y vemos este solo pan ante nosotros, por algunos momentos podemos, a pesar de las tristes diferencias y divisiones entre los creyentes, pensar en los inalterables designios divinos y regocijarnos por ellos. El Espíritu de Dios llama a este plan el misterio de Cristo, un misterio que no conocieron los creyentes del Antiguo Testamento (Efesios 3:4 y 9), pero que a nosotros nos fue revelado. En él se incluyen todos los redimidos de la era de la gracia y juntos forman la Iglesia del Dios viviente. Es un privilegio dar un visible testimonio de la unidad del cuerpo congregándose de la manera en que la Escritura nos enseña en las epístolas del apóstol Pablo. Que el Señor nos ayude a perseverar en la manifestación de esta verdad hasta que él venga1 Corintios 11:26). (